Resolver
el déficit simbólico
Albert Branchadell es profesor de la
Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de
Barcelona.
Tiempo atrás el
independentismo catalán puso en circulación un irónico eslogan que rezaba así:
“L’autonomia que ens cal és la de Portugal”. Si el tema son los dineros,
Portugal ha dejado de ser un referente atractivo. El caso portugués ilustra de
manera lacerante que recaudar y gestionar todos los impuestos no es sinónimo de
una economía sólida ni de un Estado de bienestar robusto. Y no importa que
Portugal esté en el sur; ahora sabemos que el país de la Unión que está más
cerca del rescate es Eslovenia, un estado genuinamente mittleeuropeo
que se liberó hace más de 20 años del déficit fiscal que mantenía con Belgrado.
Y en el recuerdo inmediato está el hundimiento de Islandia, que puso de
manifiesto que ni siquiera ser un país nórdico con 70 años de independencia a
las espaldas constituye una garantía contra la bancarrota.
Lo que ni Portugal ni
Eslovenia ni Islandia han perdido en esta época de turbulencias es su capacidad
de proteger sus lenguas respectivas. Los Estados siguen siendo instrumentos
relativamente eficaces para asegurar la vitalidad de las lenguas y satisfacer
los intereses lingüísticos de sus hablantes. Desde este punto de vista, son
muchos los españoles —no necesariamente secesionistas catalanes— que consideran
que el Estado, en España, no está actuando adecuadamente para “respetar y
proteger” a todas las lenguas españolas (como manda la Constitución). Nos
hallamos seguramente ante un déficit simbólico que no solo mantiene Cataluña
respecto a España, sino también todas las demás comunidades que tienen una o
más lenguas propias diferentes de la castellana.
Los estados siguen siendo
instrumentos eficaces para asegurar la vitalidad de las lenguas
España, sin duda, no tiene
una política estatal de protección de las lenguas españolas; nunca ha
desarrollado el artículo 3.3 de la Constitución y, a pesar de haber ratificado
generosamente la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, la
incumple de manera flagrante. En los últimos tiempos el Estado ha permitido
desaguisados respecto a lenguas españolas que nunca permitiría respecto al
castellano: ¿alguien cree que el Estado permitiría que una comunidad autónoma
decidiese relegar el castellano a simple mérito para acceder a la función
pública? Es lo que ha pasado en las islas Baleares con el catalán. ¿O alguien
cree que el Estado permitiría que una ley autonómica llamase al castellano por
otro nombre que no fuera “castellano”? Es lo que ha pasado en Aragón con el
catalán y el aragonés. (Por cierto, si el catalán es ahora la “lengua aragonesa
propia del área oriental” y el aragonés, la “lengua aragonesa propia del área
pirenaica y prepirenaica”, ¿el castellano no debería llamarse “lengua aragonesa
propia del resto de Aragón”?).
En una tribuna reciente (Por
una ley de lenguas (de una maldita vez), 7-5-2013), Juan Claudio de Ramón
defendía una posible solución para este déficit simbólico: una ley de lenguas
que convirtiera al catalán-valenciano, vasco y gallego en lenguas oficiales del
Estado. El propio de Ramón vaticinaba que a algunos les daría risa la propuesta
y otros se llevarían las manos a la cabeza. La aversión al multilingüismo
estatal une a la mayoría de unionistas españoles con ciertos independentistas
catalanes (como Muriel Casals, presidenta de Òmnium Cultural): para los
primeros, el castellano y solo el castellano debe seguir siendo la lengua
oficial de España; para los segundos, el catalán y solo el catalán debería ser
la lengua oficial de una Cataluña independiente.
En Europa hay unos
cuantos ejemplos de Estados “extraños” (al decir de Casals) que cuentan con más
de una lengua oficial, y acaso sería oportuno fijarse en ellos para saber de qué
estamos hablando. En Finlandia, por ejemplo, las lenguas oficiales del Estado
son el finés y el sueco. A pesar de que todo el mundo sabe finés (el sueco es
la lengua de un exiguo 5% de la población), todas las instituciones estatales
funcionan también en sueco. Los diputados del Parlamento pueden expresarse en
la lengua oficial que deseen; a nadie se le ocurriría exigir (o esperar) el uso
del finés con el argumento de que es la lengua “común” del país. En el estado
europeo más joven, Kosovo, la hegemonía demográfica del albanés tampoco es
óbice para que el Parlamento local funcione también en serbio.
Ni Finlandia ni Kosovo son
los casos más prominentes de multilingüismo estatal en Europa. Los casos más
conocidos son aquellos en los que el multilingüismo estatal se da la mano con
el federalismo político (Bélgica y Suiza, pero también Bosnia y Herzegovina).
En estos casos, todas las lenguas digamos “nacionales” son oficiales del Estado
y cada región, cantón o entidad determina su propio régimen lingüístico. Es lo
que podríamos llamar “federalismo lingüístico” —una técnica de gestión de la
diversidad lingüística a la que podemos dirigir unas cuantas preguntas—.
Primera pregunta: ¿el
federalismo lingüístico podría aplicarse a España? Sin duda. Las cuatro grandes
lenguas españolas serían las lenguas oficiales de las instituciones estatales y
las comunidades autónomas optarían previsiblemente por mantener sistemas de
doble (o triple) oficialidad, del mismo modo que la región de Bruselas en
Bélgica, los cantones de Berga, Friburgo y Valais en Suiza y las dos entidades
de BiH (la Repubika Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina). El
verdadero cambio, pues, no estaría en las comunidades autónomas, sino en las
instituciones estatales, en los símbolos del Estado, en sus delegaciones
diplomáticas, etcétera.
Segunda pregunta:
¿el federalismo lingüístico podría frenar el secesionismo catalán? Aquí la
respuesta no es clara. La política comparada no es muy esperanzadora: el
federalismo lingüístico no impidió dos referendos de secesión en Quebec, y no
parece que sea capaz de contener una posible secesión de Flandes o de la
Republika Srpska. ¡Pero conviene recordar que la finalidad del federalismo
lingüístico no es frenar la secesión!
Y tercera y más delicada
pregunta: ¿España se encamina hacia el federalismo lingüístico? Aquí la
respuesta es rotundamente no. España no puede acercarse al federalismo
lingüístico sin acercarse al federalismo tout court. Y a pesar de los
esfuerzos del PSC (que el día 29 presentó en Madrid su propuesta federalista) y
de la presunta simpatía del PSOE, las cosas no se están moviendo precisamente
en una dirección federal. Uno de los indicios más recientes es la Ley Orgánica
para la Mejora de la Calidad Educativa. Y no (o no solo) por el trato desigual
que dispensa a las lenguas españolas, sino por el mismísimo hecho de ser una
ley estatal. (En los Estados federales serios, la educación depende de las
unidades federadas; Alemania es el ejemplo más claro de que una gran
descentralización no está reñida con la calidad educativa). Para resolver
déficits simbólicos al final resultará que, a falta de federalismo, buenas son
“autonomías” como la de Portugal.
Por una ley de lenguas (de una
maldita vez)
Juan Claudio de Ramón es
diplomático
Lo más absurdo de los
problemas de España es que tienen solución. Algunas están tan al alcance de la
mano, que uno se siente tentado de pensar que es la mala fe de los políticos, y
no su incompetencia, la que impide el acuerdo. Ocurre singularmente con la
querella de las lenguas, que tanto desfonda nuestra convivencia.
España no es, en su
diversidad lingüística, muy distinta del resto de países. Albergar más de una
lengua es la regla en los Estados, no la excepción, y en casi todos se
registran tensiones de variado voltaje. Basta viajar un poco para hallar
conflictos que traen un inconfundible aire de familia. Sucede que los países,
al hacerse mayores —al adoptar la ley democrática— se procuran soluciones
razonables que cifran en la ley. En España, en cambio, preferimos seguir
semienterrados en nuestro secular duelo a garrotazos. Culpa y vergüenza
nuestra. Necesitamos como el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio
que estamos pagando por no tenerla, en forma de envenenamiento, bronca y
derroche malsano de energía, es inasumible. ¿Qué espíritu debería guiar esa
ley?
Convendría, para empezar,
que el Estado se tomara en serio la pluralidad de lenguas en España. En esta
tarea nos hemos quedado a medias. La Constitución de 1978 permitió a hablantes
de catalán, vasco y gallego salir del reducto familiar en el que el franquismo
los había confinado. Nuevas generaciones pudieron educarse en su lengua, se
cambiaron las leyes del registro, se rescataron toponimias tradicionales, se ha
distinguido a escritores en catalán, gallego o euskera con premios nacionales.
Es injusto pensar que nada se ha hecho, y erróneo que está todo hecho.
En realidad, la
rehabilitación de estas lenguas es mérito de sus hablantes y las autonomías; la
Administración general se ha conformado con poco, so capa de que solo eran
oficiales en sus respectivas comunidades. Lo más triste es que la España que
solo habla castellano no termina de percibir que existen amplias porciones del
territorio en las que se habla, además, otra lengua, que es la materna para muchos
españoles. No es que los españoles de raigambre castellanoparlante se opongan a
la existencia de esas otras lenguas; sencillamente, tienden a no interesarse
por ellas. Como consecuencia, existe una asimetría entre lo que una persona
instruida de, digamos, Gandía, sabe de Garcilaso, y una de Toledo, de Ausiàs
March.
Catalán, vasco y gallego
deberían ser lenguas oficiales del Estado, con el castellano. A algunos les
dará la risa y otros se llevarán las manos a la cabeza. ¿No existe ya una
koiné, una eficaz lengua común? ¿No conllevaría una factura monstruosa
multiplicar todo por cuatro? Pero la cooficialidad de las cuatro lenguas no
significa que todos los funcionarios deban aprender las cuatro ni que todo acto
administrativo deba cuadruplicarse. Se trata más bien de una obligación de
visualizar el hecho de que todas ellas son lenguas españolas, de igual rango y
dignidad, y de facilitar su uso, en el nivel estatal, de manera razonable y
progresiva. No parece alocado poder declarar en tribunales con jurisdicción en
todo el Estado, solicitar la renovación del DNI o consultar las páginas web
ministeriales en el idioma oficial de la preferencia de cada uno.
En principio estas
disposiciones ya existen, pero no se vela por su cumplimiento. No haría daño
que el aeropuerto de Barajas saludase a los viajeros también en catalán, o que
el catálogo del Museo del Prado estuviese disponible en euskera. Ni pasaría
nada si dejásemos de emplear la letra ñ en todos los logotipos oficiales. Una
ley de lenguas oficiales debería mandatar a los poderes públicos para que
estimulasen el aprendizaje de las otras lenguas españolas, de manera que en el
currículo de un colegio andaluz se estudie la última poesía en gallego,
nociones de catalán, o la fascinante filogenia del euskera. A los que objetaran
el coste de estas medidas —que no sería, sospecho, tan descabellado— cabría
responder que es el precio de una mejor España. ¿Qué debería suceder en el
Congreso? En mi opinión, en el Congreso, por ser el foro común por antonomasia,
debería hablarse en la lengua común, para resaltar precisamente su valor de
acervo compartido. En el Congreso el castellano merece más que en ningún otro
lugar ser llamado español. Pero incluso en ese caso el hablar español debería
ser fruto de la costumbre entre diputados, y no una obligación reglamentaria.
Ahora bien, poco
avanzaremos en el logro de la paz lingüística si las comunidades con más de una
lengua no desisten de posiciones dogmáticas y maximalistas. Tomemos el caso de
Cataluña, por ser en ella más reñida la cuestión. Nadie niega el derecho de los
nacionalistas catalanes a defender su modelo de enseñanza monolingüe, pero les
pediríamos que no invocaran para ello falsos pretextos. A menudo escuchamos
decir a los portavoces del catalanismo que en Cataluña no hay un problema de
lenguas, que son todo insidias de la prensa de Madrid. Pero son familias
catalanas, y no tertulianos madrileños, las que batallan en los tribunales, y
son intelectuales y académicos catalanes los más conspicuos críticos del
sistema. Por si fuera poco, tenemos conocido que mozos de escuadra y otros
colectivos han encontrado un singular medio de protestar: usar únicamente el
castellano, capitalizando el estigma que pesa sobre él. ¡Curiosa manera de no
tener un problema!
En cuanto a la supuesta
insignificancia del número de disconformes, podemos descontar que al menos los
700.000 votantes de PP y Ciutadans (y no pocos, oso sugerir, del PSC) querrían
transitar hacia un modelo bilingüe. Nada sabemos con certeza, porque la
Generalitat nunca ha realizado una encuesta dirigida a toda la sociedad
catalana, con las preguntas adecuadas, para saber lo que en realidad prefieren
los padres. Acaso intuye el Gobierno catalán que las preferencias serían más
matizadas de lo que pregonan. Porque de matices, de equilibrios, se trata.
Está al alcance de
cualquier inteligencia que una enseñanza bilingüe no implica la temida
segregación por razón de lengua; no se separa a los alumnos, se separan las
materias, unas pocas en una lengua, otras tantas en otra. Es una razonable vía
intermedia que los nacionalistas catalanes se encargan convenientemente de
olvidar, aunque luego algunos no se recaten, si pueden, en enviar a sus hijos a
escuelas extranjeras basadas en esa filosofía. Sobre el supuesto aval
internacional al modelo catalán, como ha explicado la profesora Mercè
Vilarrubias en este diario, se trata de un sistema que no existe en ningún otro
país o provincia del mundo con más de una lengua oficial (ni siquiera en
Quebec, donde los anglófonos disponen de escuelas en inglés). Ese derecho a la
enseñanza bilingüe (sin que ello implique la doble vía) también habría de ser
recogido por una ley como la que propongo.
La mera discusión de un
proyecto de ley de lenguas ya sería beneficiosa. Comprobaríamos si hay en
nuestros políticos genuina voluntad de acuerdo. En su tramitación cada partido
tendría que avenirse a ser razonable o exhibir públicamente su intransigencia.
La ley sería divisiva en un buen sentido: quedarían arrinconados los extremos.
Los tribunales dejarían de hacer malabarismos para salvaguardar derechos
ciudadanos sin enmendar leyes enteras. Cabría esperar de los medios de Madrid y
Barcelona (sí, también los de Barcelona) una información responsable. Por
desgracia, ningún partido parece estar interesado en ser el portavoz de esta
propuesta, basada en el puro sentido común. Intuyo que los españoles seguiremos
a garrotazos sin necesidad. Insisto: las soluciones están al alcance de la mano
—y del intelecto—, a condición, únicamente, de que todos seamos razonables. Y
si finalmente no hay acuerdo, será porque nunca lo quisimos.
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