miércoles, 29 de mayo de 2013

LAS LENGUAS DE ESPAÑA

Estos artículos son para reflexionar sobre el tema:


Resolver el déficit simbólico

Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Tiempo atrás el independentismo catalán puso en circulación un irónico eslogan que rezaba así: “L’autonomia que ens cal és la de Portugal”. Si el tema son los dineros, Portugal ha dejado de ser un referente atractivo. El caso portugués ilustra de manera lacerante que recaudar y gestionar todos los impuestos no es sinónimo de una economía sólida ni de un Estado de bienestar robusto. Y no importa que Portugal esté en el sur; ahora sabemos que el país de la Unión que está más cerca del rescate es Eslovenia, un estado genuinamente mittleeuropeo que se liberó hace más de 20 años del déficit fiscal que mantenía con Belgrado. Y en el recuerdo inmediato está el hundimiento de Islandia, que puso de manifiesto que ni siquiera ser un país nórdico con 70 años de independencia a las espaldas constituye una garantía contra la bancarrota.
Lo que ni Portugal ni Eslovenia ni Islandia han perdido en esta época de turbulencias es su capacidad de proteger sus lenguas respectivas. Los Estados siguen siendo instrumentos relativamente eficaces para asegurar la vitalidad de las lenguas y satisfacer los intereses lingüísticos de sus hablantes. Desde este punto de vista, son muchos los españoles —no necesariamente secesionistas catalanes— que consideran que el Estado, en España, no está actuando adecuadamente para “respetar y proteger” a todas las lenguas españolas (como manda la Constitución). Nos hallamos seguramente ante un déficit simbólico que no solo mantiene Cataluña respecto a España, sino también todas las demás comunidades que tienen una o más lenguas propias diferentes de la castellana.
Los estados siguen siendo instrumentos  eficaces para  asegurar la vitalidad de las lenguas
España, sin duda, no tiene una política estatal de protección de las lenguas españolas; nunca ha desarrollado el artículo 3.3 de la Constitución y, a pesar de haber ratificado generosamente la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, la incumple de manera flagrante. En los últimos tiempos el Estado ha permitido desaguisados respecto a lenguas españolas que nunca permitiría respecto al castellano: ¿alguien cree que el Estado permitiría que una comunidad autónoma decidiese relegar el castellano a simple mérito para acceder a la función pública? Es lo que ha pasado en las islas Baleares con el catalán. ¿O alguien cree que el Estado permitiría que una ley autonómica llamase al castellano por otro nombre que no fuera “castellano”? Es lo que ha pasado en Aragón con el catalán y el aragonés. (Por cierto, si el catalán es ahora la “lengua aragonesa propia del área oriental” y el aragonés, la “lengua aragonesa propia del área pirenaica y prepirenaica”, ¿el castellano no debería llamarse “lengua aragonesa propia del resto de Aragón”?).
En una tribuna reciente (Por una ley de lenguas (de una maldita vez), 7-5-2013), Juan Claudio de Ramón defendía una posible solución para este déficit simbólico: una ley de lenguas que convirtiera al catalán-valenciano, vasco y gallego en lenguas oficiales del Estado. El propio de Ramón vaticinaba que a algunos les daría risa la propuesta y otros se llevarían las manos a la cabeza. La aversión al multilingüismo estatal une a la mayoría de unionistas españoles con ciertos independentistas catalanes (como Muriel Casals, presidenta de Òmnium Cultural): para los primeros, el castellano y solo el castellano debe seguir siendo la lengua oficial de España; para los segundos, el catalán y solo el catalán debería ser la lengua oficial de una Cataluña independiente.
En Europa hay unos cuantos ejemplos de Estados “extraños” (al decir de Casals) que cuentan con más de una lengua oficial, y acaso sería oportuno fijarse en ellos para saber de qué estamos hablando. En Finlandia, por ejemplo, las lenguas oficiales del Estado son el finés y el sueco. A pesar de que todo el mundo sabe finés (el sueco es la lengua de un exiguo 5% de la población), todas las instituciones estatales funcionan también en sueco. Los diputados del Parlamento pueden expresarse en la lengua oficial que deseen; a nadie se le ocurriría exigir (o esperar) el uso del finés con el argumento de que es la lengua “común” del país. En el estado europeo más joven, Kosovo, la hegemonía demográfica del albanés tampoco es óbice para que el Parlamento local funcione también en serbio.
Ni Finlandia ni Kosovo son los casos más prominentes de multilingüismo estatal en Europa. Los casos más conocidos son aquellos en los que el multilingüismo estatal se da la mano con el federalismo político (Bélgica y Suiza, pero también Bosnia y Herzegovina). En estos casos, todas las lenguas digamos “nacionales” son oficiales del Estado y cada región, cantón o entidad determina su propio régimen lingüístico. Es lo que podríamos llamar “federalismo lingüístico” —una técnica de gestión de la diversidad lingüística a la que podemos dirigir unas cuantas preguntas—.
Primera pregunta: ¿el federalismo lingüístico podría aplicarse a España? Sin duda. Las cuatro grandes lenguas españolas serían las lenguas oficiales de las instituciones estatales y las comunidades autónomas optarían previsiblemente por mantener sistemas de doble (o triple) oficialidad, del mismo modo que la región de Bruselas en Bélgica, los cantones de Berga, Friburgo y Valais en Suiza y las dos entidades de BiH (la Repubika Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina). El verdadero cambio, pues, no estaría en las comunidades autónomas, sino en las instituciones estatales, en los símbolos del Estado, en sus delegaciones diplomáticas, etcétera.
Segunda pregunta: ¿el federalismo lingüístico podría frenar el secesionismo catalán? Aquí la respuesta no es clara. La política comparada no es muy esperanzadora: el federalismo lingüístico no impidió dos referendos de secesión en Quebec, y no parece que sea capaz de contener una posible secesión de Flandes o de la Republika Srpska. ¡Pero conviene recordar que la finalidad del federalismo lingüístico no es frenar la secesión!
Y tercera y más delicada pregunta: ¿España se encamina hacia el federalismo lingüístico? Aquí la respuesta es rotundamente no. España no puede acercarse al federalismo lingüístico sin acercarse al federalismo tout court. Y a pesar de los esfuerzos del PSC (que el día 29 presentó en Madrid su propuesta federalista) y de la presunta simpatía del PSOE, las cosas no se están moviendo precisamente en una dirección federal. Uno de los indicios más recientes es la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa. Y no (o no solo) por el trato desigual que dispensa a las lenguas españolas, sino por el mismísimo hecho de ser una ley estatal. (En los Estados federales serios, la educación depende de las unidades federadas; Alemania es el ejemplo más claro de que una gran descentralización no está reñida con la calidad educativa). Para resolver déficits simbólicos al final resultará que, a falta de federalismo, buenas son “autonomías” como la de Portugal.


Por una ley de lenguas (de una maldita vez)

Juan Claudio de Ramón es diplomático

Lo más absurdo de los problemas de España es que tienen solución. Algunas están tan al alcance de la mano, que uno se siente tentado de pensar que es la mala fe de los políticos, y no su incompetencia, la que impide el acuerdo. Ocurre singularmente con la querella de las lenguas, que tanto desfonda nuestra convivencia.
España no es, en su diversidad lingüística, muy distinta del resto de países. Albergar más de una lengua es la regla en los Estados, no la excepción, y en casi todos se registran tensiones de variado voltaje. Basta viajar un poco para hallar conflictos que traen un inconfundible aire de familia. Sucede que los países, al hacerse mayores —al adoptar la ley democrática— se procuran soluciones razonables que cifran en la ley. En España, en cambio, preferimos seguir semienterrados en nuestro secular duelo a garrotazos. Culpa y vergüenza nuestra. Necesitamos como el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio que estamos pagando por no tenerla, en forma de envenenamiento, bronca y derroche malsano de energía, es inasumible. ¿Qué espíritu debería guiar esa ley?
Convendría, para empezar, que el Estado se tomara en serio la pluralidad de lenguas en España. En esta tarea nos hemos quedado a medias. La Constitución de 1978 permitió a hablantes de catalán, vasco y gallego salir del reducto familiar en el que el franquismo los había confinado. Nuevas generaciones pudieron educarse en su lengua, se cambiaron las leyes del registro, se rescataron toponimias tradicionales, se ha distinguido a escritores en catalán, gallego o euskera con premios nacionales. Es injusto pensar que nada se ha hecho, y erróneo que está todo hecho.
En realidad, la rehabilitación de estas lenguas es mérito de sus hablantes y las autonomías; la Administración general se ha conformado con poco, so capa de que solo eran oficiales en sus respectivas comunidades. Lo más triste es que la España que solo habla castellano no termina de percibir que existen amplias porciones del territorio en las que se habla, además, otra lengua, que es la materna para muchos españoles. No es que los españoles de raigambre castellanoparlante se opongan a la existencia de esas otras lenguas; sencillamente, tienden a no interesarse por ellas. Como consecuencia, existe una asimetría entre lo que una persona instruida de, digamos, Gandía, sabe de Garcilaso, y una de Toledo, de Ausiàs March.
Catalán, vasco y gallego deberían ser lenguas oficiales del Estado, con el castellano. A algunos les dará la risa y otros se llevarán las manos a la cabeza. ¿No existe ya una koiné, una eficaz lengua común? ¿No conllevaría una factura monstruosa multiplicar todo por cuatro? Pero la cooficialidad de las cuatro lenguas no significa que todos los funcionarios deban aprender las cuatro ni que todo acto administrativo deba cuadruplicarse. Se trata más bien de una obligación de visualizar el hecho de que todas ellas son lenguas españolas, de igual rango y dignidad, y de facilitar su uso, en el nivel estatal, de manera razonable y progresiva. No parece alocado poder declarar en tribunales con jurisdicción en todo el Estado, solicitar la renovación del DNI o consultar las páginas web ministeriales en el idioma oficial de la preferencia de cada uno.
En principio estas disposiciones ya existen, pero no se vela por su cumplimiento. No haría daño que el aeropuerto de Barajas saludase a los viajeros también en catalán, o que el catálogo del Museo del Prado estuviese disponible en euskera. Ni pasaría nada si dejásemos de emplear la letra ñ en todos los logotipos oficiales. Una ley de lenguas oficiales debería mandatar a los poderes públicos para que estimulasen el aprendizaje de las otras lenguas españolas, de manera que en el currículo de un colegio andaluz se estudie la última poesía en gallego, nociones de catalán, o la fascinante filogenia del euskera. A los que objetaran el coste de estas medidas —que no sería, sospecho, tan descabellado— cabría responder que es el precio de una mejor España. ¿Qué debería suceder en el Congreso? En mi opinión, en el Congreso, por ser el foro común por antonomasia, debería hablarse en la lengua común, para resaltar precisamente su valor de acervo compartido. En el Congreso el castellano merece más que en ningún otro lugar ser llamado español. Pero incluso en ese caso el hablar español debería ser fruto de la costumbre entre diputados, y no una obligación reglamentaria.
Ahora bien, poco avanzaremos en el logro de la paz lingüística si las comunidades con más de una lengua no desisten de posiciones dogmáticas y maximalistas. Tomemos el caso de Cataluña, por ser en ella más reñida la cuestión. Nadie niega el derecho de los nacionalistas catalanes a defender su modelo de enseñanza monolingüe, pero les pediríamos que no invocaran para ello falsos pretextos. A menudo escuchamos decir a los portavoces del catalanismo que en Cataluña no hay un problema de lenguas, que son todo insidias de la prensa de Madrid. Pero son familias catalanas, y no tertulianos madrileños, las que batallan en los tribunales, y son intelectuales y académicos catalanes los más conspicuos críticos del sistema. Por si fuera poco, tenemos conocido que mozos de escuadra y otros colectivos han encontrado un singular medio de protestar: usar únicamente el castellano, capitalizando el estigma que pesa sobre él. ¡Curiosa manera de no tener un problema!
En cuanto a la supuesta insignificancia del número de disconformes, podemos descontar que al menos los 700.000 votantes de PP y Ciutadans (y no pocos, oso sugerir, del PSC) querrían transitar hacia un modelo bilingüe. Nada sabemos con certeza, porque la Generalitat nunca ha realizado una encuesta dirigida a toda la sociedad catalana, con las preguntas adecuadas, para saber lo que en realidad prefieren los padres. Acaso intuye el Gobierno catalán que las preferencias serían más matizadas de lo que pregonan. Porque de matices, de equilibrios, se trata.
Está al alcance de cualquier inteligencia que una enseñanza bilingüe no implica la temida segregación por razón de lengua; no se separa a los alumnos, se separan las materias, unas pocas en una lengua, otras tantas en otra. Es una razonable vía intermedia que los nacionalistas catalanes se encargan convenientemente de olvidar, aunque luego algunos no se recaten, si pueden, en enviar a sus hijos a escuelas extranjeras basadas en esa filosofía. Sobre el supuesto aval internacional al modelo catalán, como ha explicado la profesora Mercè Vilarrubias en este diario, se trata de un sistema que no existe en ningún otro país o provincia del mundo con más de una lengua oficial (ni siquiera en Quebec, donde los anglófonos disponen de escuelas en inglés). Ese derecho a la enseñanza bilingüe (sin que ello implique la doble vía) también habría de ser recogido por una ley como la que propongo.
La mera discusión de un proyecto de ley de lenguas ya sería beneficiosa. Comprobaríamos si hay en nuestros políticos genuina voluntad de acuerdo. En su tramitación cada partido tendría que avenirse a ser razonable o exhibir públicamente su intransigencia. La ley sería divisiva en un buen sentido: quedarían arrinconados los extremos. Los tribunales dejarían de hacer malabarismos para salvaguardar derechos ciudadanos sin enmendar leyes enteras. Cabría esperar de los medios de Madrid y Barcelona (sí, también los de Barcelona) una información responsable. Por desgracia, ningún partido parece estar interesado en ser el portavoz de esta propuesta, basada en el puro sentido común. Intuyo que los españoles seguiremos a garrotazos sin necesidad. Insisto: las soluciones están al alcance de la mano —y del intelecto—, a condición, únicamente, de que todos seamos razonables. Y si finalmente no hay acuerdo, será porque nunca lo quisimos.

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